El día había sido duro. Me había levantado temprano, con
la luz. Había dormido junto a una amable familia de Lubián. Su casa era humilde
como casi todas en este país. Estaba formada por dos habitaciones separadas por
un tabique de tablas de madera. El cabeza de familia dormía dentro de una de
las habitaciones junto a su mujer; un pequeño lujo que se permitían. Los 5
hijos, dos varones y tres hembras dormían en la otra habitación que hacía de cocina,
alrededor del fuego que crepitaba bajo la llar en la que se había cocinado la
cena. A mí me habían dejado dormir junto a los hijos en el poco espacio que ya
quedaba de suelo.
Por entre la madera del suelo subía el suave calor del
piso inferior donde los animales dormían. Las rendijas de la puerta y la
pequeña ventana se ocupaban de crear unas periódicas corrientes que recordaban
el frío que ya hacía en el avanzado otoño.
Por la mañana me puse el recio capote y tomé mi bordón,
siempre compañero en el Camino. Una profunda angustia vital fruto de distintos
sucesos acaecidos que pretendía olvidar me hicieron salir a los caminos desde
la pequeña caserío de Algemesí en dirección a la ciudad de Santiago. Esperaba
que la soledad y el sosiego del paso tras paso me haría dar una orientación a
mis dudas existenciales.
Ya estaba curtido, las cientos de leguas de camino me
habían endurecido. Ahora iba a pasar al reino de Galicia lo cual iba a marcar
un buen hito en este día.
Pasé por la plaza del pueblo y me lavé la cara en el
pilón. Saqué del macuto un trozo de pan seco y lo que me quedaba del queso que
me habían dado unos días atrás en Sanabria.
El camino ascendía por la ladera camino de la collada de
La Canda. El día anterior había tenido que subir las estribaciones de Padornelo
y ahora me tocaba otra larga ascensión para así, llegar a las tierras gallegas.
Las piernas rápidamente se desentumecían.
Las llanas tierras de León se habían terminado y ya
llevaba varios días de subidas y bajadas. Arriba paré un poco a descansar. No
encontré a nadie en la subida. Los segadores gallegos ya habían vuelto de los
llanos castellanos y ahora ya la gente se preparaba para el invierno.
La bajada hasta el poblado de La Canda fue rápido. Llegué
al molino que en este lugar está en el centro del pueblo. Tras beber un buen
trago de agua del arroyo me acerqué a la puerta del molino a pedir algo de
alimento. El molinero se limpió la frente amarronada por la harina de centeno
que inundaba el ambiente y me señaló la iglesia que había un poco más adelante
y donde me dijo que el cura daba de comer a los peregrinos con los alimentos
que los demás vecinos donaban.
Pasé por entre los enterramientos que habían alrededor de
la iglesia tras atravesar el tapial bajo. Entré en la iglesia y me arrodillé en
el frío suelo para rezar una vez más.
Una vez fuera de nuevo vi al viejo cura que salía de su
pequeña dependencia. No tuve que decirle nada para que me invitara a entrar y
comer con él. En estas fechas los peregrinos éramos pocos. En los meses cálidos
los muchos peregrinos comían en la calle sentados en las losas de piedra que
había a ambos lados del camino. El cementerio era demasiado sagrado para esta
básica función.
Seguí mi camino. En las primeras horas de la tarde hacía
calor y las sombras de los castaños aliviaban ligeramente la marcha.
Bajando hacia la Villa Vieja, en una revuelta del camino,
vi un carro tirado de bueyes parado. Estaba fuertemente inclinado hacia la
derecha y pronto vi que se había salido la rueda del eje. Un viejo arriero
maragato blasfemaba en medio del camino
gritando su mala suerte. Según me vio dejó de maldecir pensando que su mala
fortuna al final no era tan grande.
Buscamos un palo entre el boscaje circundante y
amontonamos unas pesadas piedras junto al carro para poder hacer una buena
palanca. El carro iba cargado de sacos de grano y no iba a ser fácil
levantarlo. El pasador que impedía que la rueda del eje se saliera se había
partido pero al experto arriero no le fue difícil preparar uno nuevo dándole
rápidamente forma con su navaja de recio acero de Taramundi.
Una vez preparada la pieza comenzamos a hacer palanca con
el tronco. La cosa no era fácil pues el muro que separaba el prado del camino impedía
colocar bien la palanca. Con todo nuestro peso y el del tronco, que no era
poco, conseguimos levantar el carro lo suficiente para colocar de nuevo la
rueda.
El arriero rápidamente dejó la palanca y levantando la
rueda la introdujo en el eje. Yo mientras me descoyuntaba intentando mantener
el carro levantado. Con destreza el arriero, que en esos momentos ya sabía que
se llamaba Roque, colocó el pasador.
Descansamos un poco sentados en el muro. Agradecido, Roque
me invitó a continuar el viaje con él, en su carro. Con el lento paso de los
bueyes llegamos a la Vilavella. Allí salté del carro y entré en su vieja
iglesia dedicada a Santa María donde oré de nuevo. Su ábside mostraba su
delicada belleza de otros tiempos.
No tuve que
acelerar mucho el paso para alcanzar de nuevo a la yunta. Subí de un salto y me
coloqué de nuevo junto al arriero y continuamos bajando hacia la población de A
Gudiña. Si hubiera estado solo me hubiera quedado a hacer noche en Vilavella
pero pudiendo ir en carro me animé a continuar hacia el siguiente pueblo.
El arriero me habló de hacer noche en una vieja posada de
las afueras llamada de Bruma. Más que brumas son nieblas las que se forman por
la mañana en estos altos lugares con la humedad de la lejana costa. Aprovechó
también para contarme la singularidad de esta población que desde tiempos de
los “romanos” cruzaba por ella el linde de los obispados de Astorga y
Mondoñedo. Esto había dado lugar a que cada uno de ellos levantara su propia
iglesia en el pueblo y ahora fueran dos los sitios donde se podía rezar.
Me tocó, ya dentro del pueblo, bajar dos veces del carro
para atender a los rezos de ambas iglesias. Un poco más abajo, en el cruceiro,
me esperaba el carretero y continuamos a la izquierda, un poco más abajo, hasta
la posada de Bruma.
Nos sorprendió, bajando una suave música de gaita que poco
a poco se iba haciendo más intensa y envolvente. En la puerta encontramos un
nutrido grupo de gente alrededor de una fogata. Era una celebración de magosto,
muy común en estos lares, según me comentaba el carretero. Se trata de celebrar
la cosecha de castañas, celebración de agradecimiento a la madre tierra o a
nuestro Dios que siempre premia con generosidad nuestros esfuerzos.
Acompañe primero al arriero maragato a la parte trasera de
la posada para dar descanso merecido a los bueyes. Luego volvimos y disfrutamos
de la velada nocturna. En el fuego se asaban lentamente multitud de castañas.
También, más cerca de las brasas, se asaban unos chorizos de la tierra.
Pronto empezamos a hacer cuenta de los chorizos, metidos
en un pedazo de pan de centeno, pan oscuro y sabroso común en esta zona. Nos sentamos
cerca del fuego, había paisanos del pueblo y algunos hospedados en la posada.
Unos cuencos de áspero vino acompañaban al alimento y
tampoco faltaba la empanada de carne.
La noche transcurría y la gente se animaba cada vez más a
hablar. La música con viejos tintes celtas continuaba. Una vez saciada el
hambre cabía empezar a comer castañas. La gente las mantenía en las manos. Sus
gruesos callos permitían aguantar el calor que desprendían. Yo tuve que coger
un cuenco para mantenerlas entre mis rodillas. Castañas grandes y dulces,
blandas y sabrosas que llenaban el estomago siempre castigado por el hambre.
Ya saciada la sed y el hambre cabía darse la última
alegría con la preparación de una queimada. La comida la había preparado los
hombres. Sin embargo de esta función se encargó una joven mujer.
En una amplia cazuela de barro vertió el aguardiente
producido en los alambiques de la zona con el vino de peor calidad. Le añadió
unos trozos de manzana para endulzar el brebaje, un tronco de canela traído de
lejanas tierras casi desconocidas y otro producto casi más extraño llamado café
de tierras africanas. La melaza obtenida de las remolachas zamoranas endulzaba
más el seco aguardiente.
La muchacha comenzó a menear con un cucharón de madera el
líquido y acercó un tizón ardiendo que hizo que rápidamente ardiera con un
fuego azulado. Levantaba el cucharón y dejaba caer el líquido animando las
llamas que ascendían en el aire.
La gente miraba el fuego con emoción, ese fuego siempre
sorprendente acogedor y dañino. La mujer movía los labios levemente.
Había oído comentarios de las brujas gallegas. Esas
monstruosas mujeres viejas y carcomidas por sus vicios y odios. También había
tenido tiempo durante el camino para que el arriero me hablara de las bellas y
voluptuosas mujeres grandes conocedoras del medio y herederas de las viejas
tradiciones. El conocimiento siempre es poder y el poder se puede usar para
bien o para mal. En estas brumosas tierras siempre húmedas y musgosas la
naturaleza impone y asusta y los que controlan este medio puede parecer que te
pueden controlar y hacer daño.
Benigno o maligno el brebaje nos calentó el cuerpo, en una
noche que cada vez se enfriaba más. Los vapores alcohólicos se inhalaban más
que bebían y la cabeza comenzaba a aligerarse. Los dolores musculares se
olvidaban así como las ampollas de los pies que luchaban con el cuero
endurecido de las botas.
El montón de paja de la posada parecía más cómodo tras la
fiesta inicio de mi inmersión en tierras gallegas.
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